Desayuno. En esta época del año, la luz en Lecce cambia de tono y de intención: menos sol abrasador, más ángulos suaves, más dorado melancólico. Ya no es esa luz blanca y seca del pleno verano que lo achicharra todo. Es más fotogénica, más amable con la piedra leccese, más de película italiana de los 70. La ciudad parece callarse para dejar que hablen la piedra, la luz y el paso lento.
Empezamos el día con una visita guiada a pie por el casco antiguo de Lecce, una ciudad que sorprende por la riqueza de su patrimonio barroco. Este estilo, exuberante y teatral, floreció entre los siglos XVII y XVIII—justo después del Renacimiento y que vino con ganas de quitarle el corsé a la arquitectura. En Lecce, el barroco se vuelve especialmente expresivo: formas en movimiento, detalles tallados hasta el último centímetro, fachadas que parecen tapices de piedra. Entre otras cosas y sin guardar un orden, veremos sus monumentos más emblemáticos: la Piazza Sant’Oronzo, con su anfiteatro romano parcialmente visible; la monumental Piazza del Duomo, dominada por la catedral y su elegante campanario; y la Basílica de Santa Croce, una joya del barroco salentino cuya fachada desafía toda sobriedad.
Al terminar la visita, te espera el almuerzo, que aquí es una pequeña lección de identidad regional. Pide sin miedo un plato de orecchiette alle cime di rapa—la pasta casera con hojas verdes de sabor amargo, ajo y un toque de guindilla. Es el sabor más sureño de la cocina italiana: intenso, sin maquillaje y con carácter. Y si ves en la carta las pittule (buñuelos de masa frita, a veces con bacalao o verduras) o la puccia salentina (un pan redondo relleno al gusto del cocinero), adelante. Aquí nadie juzga, salvo por no mojar pan en la salsa.
Si decides apuntarte a la excursión opcional a Otranto, prepárate para una pequeña odisea al otro lado del tacón de Italia. El camino ya vale la pena: carreteras secundarias que serpentean entre campos de olivos, muros de piedra seca y caseríos que parecen olvidados por el tiempo.
Otranto no es solo un pueblo costero bonito—es un resumen en piedra de todo lo que ha pasado por aquí: griegos, romanos, bizantinos, normandos, turcos… y eso solo en los primeros mil años. Te recibe su castillo aragonés, recio y vigilante, que aún parece custodiar el puerto como si esperara otra invasión otomana. Las calles del centro histórico son de las que no llevan a ningún sitio útil, y eso es precisamente lo bueno: perderse es parte del plan.
Pero el plato fuerte, literal y figurado, está en la catedral. De fuera, sobria. De dentro… el suelo te deja clavado. Un mosaico gigantesco del siglo XII cubre toda la nave con escenas bíblicas, criaturas mitológicas, elefantes, Adán y Eva, y un árbol de la vida que parece sacado de una novela medieval ilustrada por alguien con mucha imaginación y poco sueño. Es tan fascinante como desconcertante, y lo mirarás con la misma mezcla de admiración y desconcierto que un tapiz de Juego de Tronos hecho por monjes.
Después, si hay tiempo, asómate al paseo marítimo, mira cómo el Adriático golpea las rocas, y piensa que estás en el punto más oriental de Italia. Al otro lado está Albania, más cerca de lo que parece.
Regreso a Lecce para reencontrarte con los que se quedaron por allí vagando de plaza en plaza… y probablemente con más pasticciotti en el cuerpo.
Si decides quedarte en Lecce por la tarde, felicidades: formas parte del bando tranquilo, el de los exploradores sin mapa que entienden que a veces la mejor visita es la que no se planea.
Puede que repitas algún rincón de la mañana con más calma, o que elijas perderte por zonas menos transitadas, donde los balcones desbordan geranios y las fachadas parecen decorados a medio desmontar. En Lecce, lo cotidiano se mezcla con lo teatral: una señora colgando la colada puede tener más presencia escénica que una ópera de Verdi.
Es buen momento para curiosear en los talleres de cartapesta —sí, ese papel maché que aquí se toma muy en serio— o en tiendas donde venden desde iconos bizantinos a cepillos de dientes de madera tallada. Y si te atrae lo raro: algunos anticuarios de la zona venden muebles tan recargados como las iglesias, y figuritas religiosas que podrían protagonizar una película de terror o una procesión, depende del ángulo.
Pero seamos sinceros: acabarás sentado en una plaza, probablemente con un pasticciotto en la mano. Otro más, sí. Relleno de crema clásica, o tal vez con chocolate o amarena, porque el deber cultural exige comparar sabores. Para acompañar, un caffè leccese como mandan los cánones: espresso fuerte, hielo y ese jarabe de almendras que recuerda a la leche condensada… pero sin las complicaciones teológicas. Dulce, refrescante, y absolutamente merecido.
Poco a poco, Lecce se va dorando con la luz de la tarde —esa luz amable y melancólica que parece que la ciudad ha aprendido a dosificar con sabiduría. Aquí nadie corre. Nadie tiene prisa. Y eso, por sí solo, ya es una forma de lujo.
Por la noche, toca buscar mesa. Aunque la cena no esté incluida, estás en un lugar donde comer bien no requiere mapa ni recomendación. Prueba un risotto al negro de sepia, un plato de sagne ‘ncannulate (una pasta rizada típica del Salento) con ragú de cordero, o unos involtini de carne rellenos de queso y hierbas. Y si todo falla, una tabla de quesos locales, un buen vino negroamaro y la certeza de que el día ha sido completo.